El sociólogo Ignacio Sotelo escribe un largo artículo, “De
continente a islote”, que aparece en el número de hoy de El País.
Aquí tenéis el enlace con El País, pero sólo está disponible para suscriptores. Y aquí el artículo completo en pdf en la Bitácora Almendrón …; por cierto este blog es una joya (pero sin RSS).
El artículo es largo, toca todos los problemas de nuestra
universidad, y en todos acierta, en mi opinión, en el diagnóstico. Difícil de
sintetizar; creo que cualquiera mínimamente preocupado por la educación
superior y la investigación en España debería leerlo con calma. Inicia el texto
comentando el “escándalo” e indignación, esperable, que sus opiniones,
expuestas en público recientemente, generaron dentro de respetados académicos.
Esto no es más que un a prueba de lo acertado de sus diagnósticos.
No deja títere con cabeza. Empieza por la lección magistral,
una reminiscencia de la época anterior a la imprenta, y que ya hace un tiempo
que dejó de tener sentido. Hoy en día no es más que una barrera para que los
estudiantes aprendan a dudar, a plantearse preguntas, lo que debería ser el
principal objetivo de la universidad moderna.
Y a partir del argumento anterior, ataca frontalmente uno de
los objetivos más anunciados por nuestras universidades, y que han generado más
autocomplacencia: que docencia e investigación deben caminar unidas. Sotelo
niega que esto suceda en nuestro entorno, y da una prueba clara: la posición
que cada cual ocupa en su institución universitaria tiene poco (nada?) que ver
con su calidad docente e investigadora.
Sostiene que nuestra universidad es un “continente” dado que
considera el conocimiento científico como tal (siguiendo la tradición medieval,
que el franquismo recuperó para, al parecer, hacerla llegar a nuestros días):
algo sólido, indiscutible y completo. Pero, vivimos en un “océano” de
ignorancia en el que el conocimiento aparece como un archipiélago de pequeñas
islas, dinámicas y cambiantes. Pero pensando en que somos un continente nos
estamos convirtiendo en insignificantes y asilados “islotes”.
Y así, llegamos a la burocratización de la educación,
mediante el diseño de los planes de estudio y la definición de asignaturas, que
fijan artificialmente límites al conocimiento; pero … cada vez es más evidente
que la innovación surge en las fronteras, esas zonas que la universidad
española intenta evitar a toda costa.
“… la Universidad no tiene como misión repetir lo que ya se
sabe y que se puede encontrar en un buen libro (la enseñanza universitaria no
sustituye a la lectura, sino que la presupone, la Universidad moderna nació con
la biblioteca)…”. Y por tanto, la relación entre docencia e investigación se
encuentra precisamente en aprender a preguntar, para lo que es necesario
acumular muchos conocimientos (pero el acumulo, por si solo, no es el fin). Por
tanto, no debemos pensar en la Universidad como agente de divulgación
científica, no debe enseñar ciencia sino enseñar a hacer ciencia.
Y aquí es donde entran la imprescindible libertad del
enseñante y del estudiante. Ésta última es la que tradicionalmente se olvida,
pero es imprescindible que los alumnos tengan libertad para trabajar en los
temas que le atraigan y con los profesores que elijan: “Principio pedagógico elemental es que nada se aprende de
verdad sin saber por qué y para qué, por mera obligación, ni tampoco con una
persona impuesta a la que no se respete”.
Finaliza Sotelo rebatiendo dos argumentos que se suelen
utilizar en contra del modelo moderno de Universidad. El primero, que la
Universidad no tiene como función única fabricar científicos, y que debe formar
otros tipos de profesionales. El autor se plantea si ciertas enseñanzas
profesionales superiores deberían estar dentro de la universidad, y que no
debemos hacer sinónimos formación académica y actividad profesional (los
mejores y más innovadores profesionales han recibido formaciones académicas
aparentemente muy alejadas de su actividad profesional).
El segundo es el argumento de la escasez de recursos. No
podemos dar calidad sin los recursos necesarios. Pero, Sotelo aporta algunas
cifras que cuestionan la falta de recursos (en el entorno europeo) y demuestra
el gran crecimiento de la financiación por alumno que se ha experimentado en
las últimas décadas. Pero, a pesar de ese cambio en el entorno (aumento de
recursos, disminución de alumnos), casi nada ha cambiado en nuestro modelo
universitario.
Y Sotelo acaba con el único argumento que me atrevería a
discutirle. Plantea que “modernización y autonomía de la Universidad parecen
incompatibles”. La autonomía significa mayor capacidad de decisión para los
diferentes colectivos. Los profesores, una vez alcanzada la estabilidad
profesional, se preocupan por que no se controle la calidad de su trabajo y se
realice un reparto igualitario de recursos (eso sí, en algunos casos
defendiendo ciertas prerrogativas por razón de la categoría profesional). Los alumnos
exigen obtener un título sin demasiado esfuerzo. Y no niego que este sea el
panorama dominante en la Universidad española, pero creo que la autonomía sólo es
un problema en ausencia de mecanismos de rendición de cuentas. En el momento
que las universidades reciban recursos en función de su calidad real (medida por
la decisión libre de los ciudadanos que deciden formarse en ellas y de las
instituciones públicas y privadas que deciden apoyar su I+D por su calidad
científica), la autonomía será la base de la competencia y de la mejora del
sistema. Pero, si, Sotelo tiene razón, ante este escenario tan improbable,
mejor pensar en la autonomía como un problema.