Una visión alternativa de la sostenibilidad: mecanismos de mercado en la gestión y conservación de los recursos naturales
[Documento de trabajo preparado a partir de diferentes contribuciones previas publicadas en este blog y material original] (versión pdf completa)
- Las limitaciones de la iniciativa pública. Alternativas basadas en derechos de propiedad y sistemas de mercado
- Los mercados de bienes y servicios ecológicos, la sostenibilidad y los movimientos ecologistas
- Ejemplos de iniciativas privadas y sistemas de mercado para la conservación
- Galicia: un futuro ambiental alternativo (y realmente sostenible)
1. Las limitaciones de la iniciativa pública. Alternativas basadas en derechos de propiedad y sistemas de mercado
La conservación ambiental en general (y de la biodiversidad en particular) y el desarrollo sostenible se han convertido en dos grandes preocupaciones sociales en las últimas décadas que se han situado en el centro de las agendas de buena parte de los gobiernos de países desarrollados. Mucho se ha discutido sobre las evidencias científicas, el papel de los avances tecnológicos y la concienciación social sobre estos temas, pero muy poco sobre los sistemas políticos y económicos que sustentan el cambio hacia modelos sostenibles. De hecho, buena parte de las respuestas a los grandes problemas ambientales han seguido un único modelo de gobierno, aquel basado en la iniciativa y gestión por parte del estado que incluye un sistema de toma de decisiones jerarquizado (“de arriba abajo”) y deja escasa o nula opción a la iniciativa privada. A pesar de que se defienden constantemente los sistemas participativos de gobierno y toma de decisiones, que incluyan a los diferentes grupos de interés, poco se ha avanzado en este aspecto, y en su mayor parte siguiendo sistemas basados en comunidades tradicionales que muestran problemas en su aplicación en contextos socio-económicos propios de sociedades industriales y post-industriales. Otra alternativa de sistema participativo es aquella basada en mecanismos de mercado, sustentados en derechos de propiedad, que a su vez constituyen un conjunto de derechos que afectan al uso de los recursos, a los ingresos derivados de su uso, etc y a la capacidad de transferir una parte o la totalidad de estos derechos a otros usuarios. Los derechos de propiedad cuentan con una enorme flexibilidad que puede permitir su adaptación a diferentes contextos. Existen diversos ejemplos exitosos de este último tipo: permisos de emisión comercializables, la co-gestión o gestión privada del agua, del territorio o de las pesquerías (mediante cuotas individuales o derechos territoriales).
Este artículo mostrará las evidencias que se empiezan a acumular que demuestran que modelos de gobierno y económicos alternativos, basados en mercados e iniciativa privada, pueden ser igual o más efectivos para cubrir los objetivos de la conservación y desarrollo sostenible, garantizando al mismo tiempo mejores calidades de vida de la población afectada.
Pero tampoco se debe depositar una confianza ciega en modelos genéricos. La implantación de sistemas de propiedad privada aplicados a la gestión ambiental ha fracasado en diversas ocasiones debido a dos tipos de factores: definición inadecuada del sistema de derechos de propiedad (la propiedad privada puede implementarse de formas muy diferentes) y/o la transición de sistemas de acceso abierto o propiedad pública a sistemas privatizados (donde se producen consecuencias indeseadas, en muchos casos desembocando en monopolios y/o sistemas subsidiados que conducen a la degradación). No nos ocuparemos aquí de estos casos dado que el objetivo es ilustrar la utilidad de una alterntiva al paradigma dominante y no tanto entrar en los detalles que implican su correcta implementación.
Empezaremos el análisis, antes de entrar a discutir las alternativas basadas en la iniciativa privada, con tres ejemplos que tratan de ilustrar las limitaciones que afectan a los modelos gubernamentales.
1.1. Limitaciones del modelo de parque natural
El modelo habitual de conservación ambiental lo ejemplifica el concepto de parque natural en Europa o Norteamérica que significa, en último término, un sistema de gestión totalmente controlado por el estado, con un gobierno jerarquizado y ausencia de mecanismos de mercado (o mercados asolutamente intervenidos y dirigidos) y escasa participación de los usuarios. Con sistemas de este tipo, los usuarios no cuentan con incentivos para la sostenibilidad dirigiendo su estrategia a conseguir el mayor apoyo financiero posible de la administración pública (y de las ONGs y, en muchos casos, organizaciones internacionales con intereses en estas zonas) mientras que continúan explotando los recursos al máximo nivel posible y de modo insostenible en el largo plazo (dado que la responsabilidad de la sobre-explotación es de la administración, que fracasa en el control, y no de los usuarios). Ante este escenario, muchas veces se proponen alternativas basadas en la exclusión de humanos. Esta situación refleja las dificultades que conlleva la transición a la sostenibilidad y la compatibilización de conservación y explotación de recursos.
Este tipo de problemas no suelen generar grandes tensiones dado que los parques son excepciones (en términos de territorio y población afectados) asumibles; se pueden considerar anomalías a modo de "museos naturales" (concepto muy alejado de la sostenibilidad). Pero a nivel local si se observan conflictos y el sistema manifiesta todas sus ineficiencias. En muchas ocasiones el cambio de la conservación estricta al desarrollo sostenible ha sido principalmente estético, aceptado como un mal menor, dado que ante la realidad del desarrollo demográfico y la demanda asociada de un mayor uso de los recursos ambientales, se asume que se debe permitir un cierto nivel de perturbación humana. Pero, en realidad, se sigue sin asumir el concepto último de sostenibilidad, simplemente se acepta la subsistencia de las poblaciones humanas siempre que sus impactos ambientales sean mínimos. Este planteamiento choca frontalmente con las expectativas de la población local que reclama su derecho a un uso más intensivo de bienes y servicios ecológicos para incrementar sus beneficios económicos.
El modelo de parque natural ejemplifica una encrucijada: científicos y conservacionistas aprendiendo a compatibilizar conservación y explotación, y habitantes aprendiendo que el uso sostenible de los recursos ambientales es la mejor estrategia económica en el largo plazo. Este aprendizaje mútuo no es fácil, más bien se produce a base de conflictos.
1.2. Conservación de especies emblemáticas y juegos de suma cero
La conservación de la biodiversidad ha pasado por diferentes fases a lo largo de su corta historia. En una de ellas, que aún domina en muchos países (incluyendo España), el objetivo fundamental era conservar especies emblemáticas (normalmente grandes mamíferos o aves) que se encontraban en peligro de extinción. Buenos ejemplos los tenemos en España con los casos del oso pardo o del lince ibérico, especies al borde de su extinción (y posiblmente condenadas a desaparecer por la fragmentación y reducción de su hábitat, un proceso imparable) en que se invierten grandes recursos para su mantenimiento, incluso ex-situ (con acciones como cría en cautividad, bancos genéticos, etc). En la inmensa mayoría de casos, estas especies, precisamente por su escasa abundancia, juegan probablemente un papel poco relevante en la funcionalidad ecológica y en los servicios que nos prestan los ecosistemas. Por el contrario, la tendencia más reciente en conservación busca conservar funciones y procesos más que hábitats y especies, con el objetivo de mantener servicios de los ecosistemas fundamentales para los humanos.
Los conservacionistas y la mayor parte de científicos no suelen aplicar un análisis de coste-beneficio y de asignación de recursos para priorizar las necesidades de conservación. Su planteamiento es simple: "todo" es importante y merece ser conservado y no es su función entrar a discutir sobre prioridades (más bien consideran que su papel es reclamar al estado el incremento de fondos para poder cubrir todas las necesidades). Pero la realidad es que la financiación disponible (sobre todo si sólo es pública) siempre es limitada. Teniendo en cuenta esto y asumiendo que el objetivo prioritario de la conservación deba ser la funcionalidad y servicios de los ecosistemas, cabría plantearse si es positiva o contraproducente la inversión en conservación en especies emblemáticas y poco relevantes funcionalmente. La respuesta a esta pregunta depende de si la finanaciación de la conservación es o no un juego de suma cero. Si lo es, la financiación de proyectos de conservación de especies emblemáticas va a detraer recursos de otros objetivos más importantes. Si no es un juego de suma cero, estos proyectos "emblemáticos" pueden atraer una mayor atención sobre los problemas de conservación y de este modo se pueden generar nuevos recursos que pueden dedicarse a nuevos proyectos (algunos de ellos dedicados a la conservación de los servicios de ecosistemas).
La conservación basada en la iniciativa (y financiación) estatal es en gran medida un juego de suma cero. Esto es así por dos razones: la inversión en conservación no suele ser una prioridad gubernamental y las decisiones estatales no suelen basarse en los resultados previos de ciertas políticas (más bien todo lo contrario; no se invierte más en los proyectos que tuvieron resultados positivos en el pasado, pero si se suele gastar más cuando la mala gestión ha agravado un problema).
Por el contrario, la iniciativa privada no constituye un juego de suma cero, dado que el incremento de atención social proporciona una mayor visibilidad a los proyectos, lo que atrae la inversón sin ánimo de lucro, y una mayor rentabilidad económica (por ejemplo, en actividades comerciales asociadas a la conservación como ecoturismo o venta de productos), que atrae inversión con ánimo de lucro.
Siguiendo este razonamiento, las iniciativas públicas de protección de especies emblemáticas son contraproducentes (detraen recursos de objetivos más importantes), y deberían dejarse a la iniciativa privada (donde si serían positivas por su poder de atracción y captación de nuevos recursos).
Por supuesto todo el razonamiento anterior supone una serie de simplificaciones. En realidad, la iniciativa pública no es del todo un juego de suma cero. Los políticos dedican más inversión a aquellos temas que les producen más réditos electorales, y la publicidad positiva que pueden otorgar los proyectos emblemáticos provocaría la asignación de más recursos, pero seguramente estos nuevos recursos irían de nuevo a otros proyectos emblemáticos, creándose un círculo vicioso. Por otra parte, la postura de conservacionistas y científicos ha evolucionado (y sigue haciendolo) hacia el pragmatismo y la necesidad de priorización. Por último, aunque en España la conservación está en buena parte en manos del estado, si existe financiación privada aunque la elección de proyectos y su desarrollo sigue siendo preponderantemente gubernamental.
1.3. Efectos perversos de los subsidios: el caso de la agricultura
En la inmesa mayoría de países desarrollados la agricultura es un sector fuertemente subsidiado. Por ejemplo, las ayudas agrícolas europeas constituyen un 0.5% del PIB comunitario y casi la mitad del presupuesto de la Unión Europea. Las razones que justifican este tipo de ayudas son diversas y han ido sucediéndose a lo largo de las últimas décadas: asegurar la autonomía alimentaria (en un sentido casi autárquico), conservar ecosistemas y paisajes humanizados o el modo de vida y cultura rurales. Recientemente se argumenta la necesidad de los subsidios para mantener la agricultura en su nuevo papel como sumidero de CO2 y materia prima de biocombustibles.
Pero los subsidios y otras medidas proteccionistas de la agricultura implican un coste directo (vía impuestos) e indirecto (al reducir el presupuesto disponible para otras acciones) para otros sectores económicos y para los consumidores de los propios países proteccionistas. Pero aún más importantes son los efectos perversos sobre la agricultura en los países en desarrollo, donde los subsidios agrícolas en EEUU, Europa y Japón tienen efectos devastadores. Pero squí nos centraremos en otro tipo de efectos perversos, aquellos que afectan a la conservación ambiental.
Los beneficios ambientales de la agricultura se utilizan últimamente como principal argumento por la defensa de los subsidios. Deberíamos tener claro que este supuesto beneficio es una percepción cultural no un valor objetivo. De hecho, los ecologistas norteamericanos luchan por la reversión de áreas agrícolas hacia bosques y otros paisajes no cultivados (lo que los ecologistas europeos tratan de evitar). Esta discrepancia no es más que una consecuencia de la diferente historia de ambos continentes. Y en todos estos argumentos, se olvidan de los impactos ambiéntales de la agricultura (uso de pesticidas, fertilizantes, destrucción de suelo, explotación de recursos hídricos) que no son triviales.
En este sentido, el caso neozelandés es muy clarificador y debería ser tenido en cuenta en el debate que ahora se abre en Europa. En Nueva Zelanda, tras la desaparición de los subsidios de forma unilateral en 1984, el sector agrícola se redujo (pero no dramáticamente), y se modernizó tecnológicamente y en el tipo de cultivos. De este modo se hizo mucho más rentable y eficiente (reduciendo costes y uso de recursos y centrándose en cultivos con demanda). Como resultado los agricultores tienen ahora mejores condiciones de vida y la agricultura se ha extendido territorialmente (no así en mano de obra), con lo que los movimientos ecologistas neozelandeses batallan ahora por frenar la extensión de las tierras agrícolas que amenazan los paisajes naturales.
El papel positivo de la agricultura en la conservación ambiental debería ser matizado por algunos datos y argumentos necesarios para poder completar un análisis objetivo. Los ecosistemas no cultivados también son sumideros de gases de efecto invernadero (y mucho más baratos). La evaluación de emisiones y costes económicos es más compleja de la que se hace habitualmente, dado que debería estimar el valor marginal de la agricultura como sumidero (cuánto CO2 extra se almacena cuando un territorio se cultiva) y deducirle las emisiones derivadas del consumo energético de las actividades agrícolas. Con respecto al efecto neto de los biocombustibles sobre la emisión de gases es cuando menos dudoso, especialmente si los cultivos se realizan específicamente para obtener biomasa que se dedique a ese fin. Por útlimo cabría preguntarse: ¿cuál sería el beneficio, en términos de reducción de emisiones y eficiencia energética, de derivar los subsidios agrícolas a actividades de I+D en el campo de la energía (por cierto una necesidad urgente que nadie parece querer abordar)?