La revista Letras Libres dedica su número de Agosto a los Cuadernos de Viaje. Incluye un artículo (aparecido originalmente en la revista Vuelta) del ya fallecido crítico y profesor de la Universidad de Yale Emir Rodríguez Monegal que comenta un viaje realizado en 1978 a las Islas Galápagos tras un Congreso de Escritores Hispánicos celebrado en Quito. Diaro de las Islas Galápagos describe los cuatro días de descubrimiento natural, penurias y discusión literaria y política (en aquellos años, muchos de estos escritores no diferenciaban demasiado una de otra; algunos comentarios del artículo cobran hoy en día especial actualidad a la vista de la situación en Cuba).
Leyendo el diario, tras mi visita a las mismas islas, no dejan de sorprenderme lo poco que han cambiado algunas cosas y lo radicalmente que se han modificado otras. Traigo aquí un par de párrafos del Diario donde Emir Rodríguez Monegal se pregunta, del algún modo, si tiene sentido un parque natural. Tiene especial interés, en mi opinión, al provenir de alguien totalmente ajeno a la ecología y la conservación que se topa de bruces con uno de los pocos casos donde una reserva natural se convierte, por su ocupación del espacio, en norma y no en excepción. Sus dudas me recuerdan a las que yo planteé aquí a mi regreso de las islas:
Nuestro primer contacto con las islas mismas ocurrió en la tarde. Ya nos habían prevenido que bajaríamos en una de las Islas Playas. Didácticamente habíamos recibido un mapa de las Galápagos y unas feroces instrucciones sobre lo que no hacer. Aunque teníamos ideas vagas (restos de lecturas de Darwin, Melville y hasta de Tennessee Williams), no sabíamos hasta qué punto el antiguo archipiélago de piratas y bucaneros, el penal de los siglos coloniales, se había transformado en una de las primeras estaciones ecológicas del mundo. Ya en 1958, y con los auspicios de la unesco, se fundó la Fundación Charles Darwin para las Islas Galápagos. A principios de 1960 se inició la construcción de la estación biológica Charles Darwin, con ayuda económica del Ecuador (al que pertenece el archipiélago). En 1964 fue inaugurada. La finalidad es preservar el ecosistema (para usar la palabreja): es decir: inmovilizar las Islas en una época biológica anterior a la llegada del hombre. El resultado es el parque zoológico más grande y abierto del mundo. Un parque en que los animales son los que están en libertad y los hombres circulan sólo por caminos marcados, custodiados por guardianes entrenados que los sacan al sol en horas fijas.
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Nos ha tocado una guía norteamericana, una deliciosa muchacha de la Universidad de Gainsville, en Florida, que está trabajando desde hace cuatro meses en la Estación Darwin. Es ecóloga aunque no fanática. Sabe que es imposible evitar la contaminación humana de este paraíso zoológico. Con paciencia, recoge el paquete vacío de cigarrillos que un especialista en basura ha dejado caer entre los cactos, o la cajita vacía de película fotográfica que otro aficionado tiró por ahí. No se cansa de pedirnos que no salgamos del camino trazado y nos ensaya en los aplausos para prevenir problemas con los lobos marinos. Cuando le digo que es un poco irreal querer excluir al hombre (ya que estamos ahí, miramos a los animales, ellos nos miran desde sus profundidades prehistóricas); cuando insisto que hasta esa tarea de cuidar y proteger las especies en peligro, de detener y fijar el reloj biológico es anti-darwiniana ya que interfiere en la supervivencia de los más aptos, admite que esas cuestiones la preocupan. Pero no la hacen dudar de su misión. Y ahora lo que importa es que tengamos el privilegio de ver a los animales en libertad, sólo reduciéndonos a ser eso: un ojo que mira.