Empecé a escribir estas reflexiones pocos días antes de que Galicia empezará a arder. Dudaba si publicarlas por su amargura y pesimismo … ahora pienso que la realidad ha vuelto a superar mis peores presagios.
La destrucción de los espacios públicos
Vivimos en un país en que miles de muros separan bosques, matorrales y prados; con una propiedad de la tierra atomizada que subrayamos a cada metro con una nueva barrera. A muchos visitantes les sorprenderá que tras la inmensa mayoría de esos muros no haya “nada” de valor, nada susceptible de ser robado. Sólo tierra, plantas, animales. Esos muros tienen una enorme utilidad como apoyos para la acumulacion de basura en las cunetas … y como barrera para la movilidad. Posiblemente quien consiga explicar las razones de esa obsesión por los muros de los gallegos llegará a comprender las razones profundas de su forma de ser.
Al lado de esos mil muros, fruto de un callado, intenso e inútil esfuerzo, discurren caminos y carreteras, casi siempre en ínfimas condiciones y que, en invierno, sólo son utilizables por conductores avezados.
Vivimos en el país con más metros de carretera per cápita y con menos metros de aceras per cápita. Vivimos en un país donde los arcenes, el único hábitat donde el peatón puede sobrevivir precariamente, son el paraíso de los automóviles.
Vivimos en un país preocupado por la limpieza de bosques que casi ningún ciudadano visita, pero indolente con la basura que se acomoda en los arcenes y en muchas papeleras y contenedores que ya no recuerdan la última vez que se vaciaron.
Vivimos en un país sin espacios públicos, donde se construye en todas las esquinas cercanas a la costa. Así podrán visitarnos más gente que de este modo podrá descubrir que es prácticamente imposible salir de casa sin jugarse la vida en un arcén o sin luchar por un metro cuadrado para aparcar su coche.
El paisaje
Vivimos en un país con paisajes costeros repoblados con eucaliptos y pinos de los que, increíblemente, nos sentimos orgullosos por su verdor y frondosidad. Nunca tan poco, un color, significó tanto. El orgullo con que se vanaglorian muchos de este paisaje pseudo-natural sólo se puede entender por una ignorancia que nace de dos razones. Se desconocen otros paísajes verdes y realmente bien conservados del norte peninsular (Asturias, Cantabria, País Vasco, Navarra, La Rioja …), tan cerca geográficamente pero tan alejados de una sociedad ensimismada en si misma. Además, no existe la capacidad de reconocer la belleza de “lo diferente”; cuanto desprecio se escucha hacia la meseta castellana por su monotonía horizontal y cromática y cuanto orgullo por la monotonía horizontal y cromática del mar gallego. Incomprensible, a no ser que de nuevo el color sea lo importante y el azul océanico se considere mucho más estético que los ocres mesetarios.
Nos hacemos cruces pensando que es inconcebible que la España mediterránea haya “destruido” gran parte de su costa, cuando, en realidad, la ocupación del litoral es superior en Galicia, aún antes de la nueva ola de urbanización que se avecina, que todos denuncian públicamente y casi todos desean íntimamente, al menos en las tierras de su propiedad.
Políticos y ciudadanos
Vivimos en un país con montes comunales, propiedad de comunidades que no quieren serlo. Como resultado los bienes comunales se convierten en tierra de nadie totalmente inservible.
Vivimos procupados por el feísmo exterior, cuando lo realmente preocupante es el feísmo interior. Hemos destruido los espacios públicos, pero tampoco nos hemos preocupado por los espacios privados. No nos engañemos, basta con visitar el rural gallego (y buena parte de las ciudades) para descrubruir la ínfima calidad exterior y, lo que es mucho más grave, interior de gran parte de las viviendas, aún después de descontar factores económicos y climáticos que siempre se aducen como excusas. Recordemos que vivimos en un país de “visionarios” que se adelantaron al cambio climático para proclamar lo innecesario de las calefacciones por lo soleado de una vivienda.
Vivimos en un país de políticos populistas, de todos los colores, enemigos acérrimos pero unidos en su forma paternalista de tratar al ciudadano. Los ciudadanos gallegos elegimos a los gobiernos de turno para que nos “condenen” con subvenciones, subsidios, pensiones, … a vivir en la pobreza moral y material, haciendonos pensar que habitamos el mejor de los mundos posibles. Vivimos en un país en que los políticos de todos los colores nos hablan “en clave de país”, ¿cuándo empezarán a hablar directamente a los ciudadanos?
Galicia es un país donde se han destruido sistemáticamente los espacios públicos rurales. Los políticos activamente con sus obras (y sus ausencias), los ciudadanos con su desprecio pasivo de los espacios públicos convertidos en basureros comunales y su obsesión por la protección de unas propiedades que a nadie interesan. Una sociedad débil, envejecida demográficamente pero infantil cultural y políticamente, donde las normas sociales (aquellas que no se pueden escribir en leyes pero que permiten la convivencia democrática) hace tiempo que han desaparecido, no necesita espacios públicos. Reduce su vida al ámbito privado, no conoce ni precisa el placer de la convivencia y la relación social. ¿Para que queremos espacios públicos si podemos desplazarnos en nuestro coche privado entre los diferentes lugares privados en donde desarrollamos nuestras vidas?.
En este punto, podríamos preguntarnos como hemos llegado hasta aquí ¿quién ha sido el responsable, los ciudadanos o los políticos?. Todos, pero poco importa ya, … Aún así sólo el que se arroga la obligación de gobernar y “cambiar el mundo” puede ser el máximo y último responsable.
Ahora Galicia arde. Los que no pueden hacer casi nada (salvo jugarse la vida en el monte o exponer públicamente su rabia) empiezan a denunciar el sinsentido; los políticos y la mayor parte de los ciudadanos buscan chivos expiatorios, se disculpan o simplemente callan, no desean cambios o desconocen como conseguirlos.