Los “productos” televisivos han sufrido el estigma de ser considerados como de consumo de masas y, por tanto, superficiales. Por el contrario el cine “es” el Séptimo Arte, la forma artística más elevada del audiovisual (y de hecho es poco frecuente hablar de “productos” cinematográficos, excepto cuando los acompañamos del adjetivo “comercial”). Pero, si el objetivo del arte es provocar y lanzar ideas para el debate y la reflexión, puede que los papeles se hayan intercambiado ya hace tiempo. La película Inland Empire de David Lynch, presentada en el Festival de Cine de Venecia, ha merecido el consenso de dos periódicos tan alejados ideológicamente, y estéticamente, como El País y ABC. Por el contrario la serie 24 tiene la virtud de provocar interpretaciones y opiniones radicalmente diferentes (¿habrán visto la misma serie?) de dos intelectuales radicalmente distintos, Slavoj Zizek y Mario Vargas Llosa.
David Lynch recibió un León de Oro extraordinario como premio a su carrera, pero en contrapartida presentó una película cuya, al parecer, única virtud ha sido provocar artículos demoledores, pero provocadores y estimulantes, de los críticos de prensa (¿por qué este tipo de artículos parecen reservados a la crítica cinemaográfica asociada a festivales?, es muy probable que trasladar este estilo a la crítica parlamentaria, por ejemplo, incrementaría las ventas de prensa). E. Rodríguez Marchante, en ABC, titulaba Un León para David Lynch y un David Lynch para los leones:
«Inland Empire» (¿será Inland un modo un poco tontorrón de llamar al Infierno?) dura tres horas y no hay ni un solo minuto de ellas en el que el espectador haga pie. Uno está todo el tiempo flotando, braceando y pataleando, como un jugador de waterpolo, mientras que Lynch se dedica a su habitual repertorio de «tics» y vaciladas, de símbolos y rupturas espacio-temporales, de climas musicales y de truculencia hipnótica... Probablemente, todo tiene su sentido y se ajusta a unas claves que prácticamente todo el mundo desconoce, o al menos todos aquéllos que no sean de su clan o secta, y no compartan su farmacia de guardia (unos tíos en un escenario con cabezas de conejo...).
Enric González en El País, Disparate para cabezas obsesivas, llega a conclusiones muy similares que, además le provocan una profunda preocupación por la definición de arte (y, sobre todo, por que la película, a pesar de todo, le haya provocado cierto placer inexplicable):
Todo está ya inventado. Y resultaría fácil descartar Inland Empire hacia ese páramo sin leyes en el que conviven videoinstalaciones, bromas visuales (también llamadas arte conceptual), Yoko Ono, happenings y los hallazgos más rebuscados de las artes decorativas. En el juicio que nos ocupa, la pregunta esencial es: ¿quién define lo que es arte? No el público: eso desemboca en la dictadura del mercado. No los críticos: eso desemboca en una tiranía oligárquica. ¿El observador individual? Tal vez, pero ahí se corre el riesgo de la subjetividad absoluta. Por eliminación, la responsabilidad última recae en el propio artista. Idealmente, el creador, con absoluta honestidad, decide lo que es y lo que no es. Todo esto, por supuesto, es elucubración barata. Las cosas no funcionan de este modo.
Acabemos. Inland Empire (el título se refiere tal vez a una zona cercana a Los Ángeles) puede ser calificada de tomadura de pelo. Lo mismo puede decirse, salvando las inmensas distancias, de un cuadro de Paul Klee o del Finnegan's wake de James Joyce. A este corresponsal se le han agotado los circunloquios: a la salida del cine comentó que el artefacto era un insulto al espectador y, sin embargo, sigue dándole vueltas al insulto, encontrándole matices y, lo que es más grave, recordando con placer el inmenso disparate.
Este cine o no es arte o no está hecho para ser comprendido por los mortales (incluso sin son críticos acreditados). Por el contrario, los productos televisivos más comerciales (y para mayor escarnio procedentes de EEUU) suscitan pasiones y debate entre la élite intelectual. Es el caso de 24 y su protagonista Jack Bauer. Santiago Navajas ha escrito elogiosamente sobre esta serie a raíz de un artículo de Mario Vargas Llosa donde se reconoce incondicional de 24. En ese mismo post, cita un artículo de Slavoj Zizek, filósofo marxista y “psicoanalista” lacaniano, en In these Times (Jack Bauer and the Ethics of Urgency) donde interpreta 24 como una apología del fascismo o un cuasi-spot publicitario del gobierno norteamericano para autojustificar los métodos de su “guerra contra el terrorismo”. Elabora un perfil psicológico de los personajes, especialmente Bauer, donde “desenmascara” la imposibilidad de la aparente normalidad con que combinan una feliz vida privada con una actividad profesional criminal:
It is here that we encounter the series’ fundamental ideological lie: In spite of this thoroughly ruthless attitude of self-instrumentalization, the CTU agents, especially Jack, remain “warm human beings,” caught in the usual emotional dilemmas of “normal” people. They love their wives and children, they suffer jealousy—but at a moment’s notice they are ready to sacrifice their loved ones for their mission. They are something like the psychological equivalent of decaffeinated coffee, doing all the horrible things the situation necessitates, yet without paying the subjective price for it.
Consequently, “24” cannot be simply dismissed as a pop cultural justification for the problematic methods of the United States in its war on terror. More is at stake. Recall the lesson of Franics Ford Coppola’s Apocalypse Now: The figure of Kurtz is not a reminder of some barbaric past, but the necessary outcome of modern Western power. Kurtz was a perfect soldier—as such, through his over-identification with the military power system, he turned into the excess that the system had to eliminate in an operation that itself imitated the ruthlessness of Kurtz, what it was ostensibly fighting against.
This is the dilemma for those in power: How to obtain Kurtz without Kurtz’s pathology? How to get people to do the necessary dirty job without turning them into monsters? SS chief Heinrich Himmler faced the same dilemma. When confronted with the task of liquidating the Jews of Europe, Himmler adopted the heroic attitude of “Somebody has to do the dirty job, so let’s do it!” It is easy to do a noble thing for one’s country, up to sacrificing one’s life for it. It is much more difficult to commit a crime for one’s country.
Mario Vargas Llosa, escritor liberal (y poco dado al psicoanálisis y, muy posiblemente, nada aficionado a Lacan), publicó en El País el artículo Héroe de nuestro tiempo (reproducido completo en el post de Santiago Navajas). donde presenta una visión que nada tiene que ver con la de Zizek. Donde el filósofo interpreta márketing gubernamental, el escritor descubre una crítica absoluta a la incapacidad de los políticos e instituciones americanas. Los personajes “imposibles” para Zizek, sufren para Vargas Llosa en lo personal las consecuencias de sus acciones “profesionales”:
Uno de sus aciertos es la alternancia constante de lo privado y lo público en el desarrollo de la acción. Ésta pasa de las discusiones más trascendentes en el cogollo del poder, la Casa Blanca, el presidente de Estados Unidos, sus ministros, los jefes militares y policiales, a las menudas pellejerías familiares de los agentes federales, héroes y heroínas de perfil legendario en el campo de batalla y, todos ellos, sin excepción, víctimas de sórdidos y lastimosos problemas conyugales, con maridos o mujeres, hijos o ma-dres que les causan incontables quebrantos, y preocupados, como el común de los mortales, por si el modesto salario del que viven cubrirá los gastos del mes, conservarán o perderán sus empleos y si, en los próximos ascensos, figurarán entre los beneficiados.
…
La serie es implacable en su presentación de la clase gobernante: ministros, generales, senadores, el propio presidente de la República, son, a menudo, mediocres, corruptos, ineptos, ávidos, dispuestos a sacrificarlo todo para mantener su cuota de poder. Sin Jack Bauer y sus compañeros de la unidad antiterrorista los conspiradores y enemigos de Estados Unidos, movidos por el fanatismo religioso o por la simple codicia, ganarían todas las batallas y pondrían de rodillas al sistema. Entre los propios militares y policías suele predominar una visión pedestre de lo que está en juego: no tomar decisiones es preferible a tomarlas siempre que haya un riesgo que ponga en peligro la estabilidad burocrática. A diferencia de los terroristas, que, sobre todo si son árabes, muestran una convicción de acero que se traduce en su predisposición al martirio, quienes llevan las riendas del poder en Estados Unidos parecen, con algunas escasas excepciones, desvaídos pobres diablos incapacitados para las tareas que tienen sobre las espaldas, siempre dubitativos, no tanto por escrúpulos morales y apego a la ley como por su horizonte intelectual y cívico rastrero, sus mezquinos apetitos y su falta de idealismo y de imaginación. Sólo en Estados Unidos, una sociedad que ha hecho un verdadero deporte de la auto-flagelación, puede, una serie popular de televisión que ven decenas de millones de telespectadores, mostrar una imagen tan absolutamente deleznable y feroz de sus políticos y autoridades.
La serie que ha visto Vargas Llosa se parece mucho más a la que yo o Navajas hemos tenido oportunidad de disfrutar que la que ha sufrido Zizek. Además, Vargas Llosa, lejos de apuntarse a las “soluciones” antiterroristas de 24, huye de las interpretaciones simples y maniqueas más propias del marxismo lacaniano para situarnos ante las contradicciones y complejidad del mundo actual que ofrece más preguntas que respuestas:
Es verdad que para compensar esas carencias están allí Jack Bauer y los suyos. Ahora bien: estos cruzados están lejos de ser epítomes de lo que debería ser una conducta democrática. Ellos y sus jefes creen, o, en todo caso actúan como si creyeran, que ceñirse a la ley es incompatible con una acción eficaz contra el terror, y, por tanto, la violan todas las veces que lo creen necesario. La unidad antiterrorista tiene un centro de torturas en su propio local y especialistas en practicarla, a fin de arrancar confesiones a verdaderos o falsos culpables. Todo vale para conseguir la información indispensable: desde chantajear a una madre hasta dar tormento a un niño o someter a un detenido a descargas eléctricas. Desde luego que, entre las licencias que los agentes se toman, figura la de secuestrar a diplomáticos o ciudadanos extranjeros y, llegado el caso, asesinar a enemigos y cómplices para evitar el riesgo de que, si son procesados, puedan escapar al castigo o revelar hechos comprometedores para los propios servicios de seguridad estadounidenses. Así, aunque 24 (Twenty four) no lo diga de manera explícita, claramente muestra que la filosofía de Jack Bauer es la adecuada, dadas las circunstancias: al terrorista contemporáneo sólo se lo derrota con sus propias armas. El problema es que si este criterio prevalece el terrorista ha ganado, pues la democracia ha aceptado sus reglas de juego.