Cualquier catedral románica, palacio renacentista o barrio antiguo que protegemos firmemente en nuestras ciudades sería considerado un anatema a la luz de las más suaves normas de planificación urbanística contemporáneas. Por suerte se construyeron hace ya siglos. Lo que ahora entendemos como un edificio coherente dotado de un determinado estilo arquitectónico es en realidad, en la mayor parte de los casos, el resultado de una actividad constructiva dilatada a lo largo de décadas o siglos que se ha generado por acumulación de estilos, funciones y diseños.
¿Quién permitiría hoy que a un edificio de principios del siglo XX le agregásemos, sólo por el “capricho” de su dueño, una torre de cristal y acero a la vanguardia de la arquitectura del siglo XXI?. Nadie (o casi nadie), salvo si representa el experimento excepcional de un arquitecto estrella. Aún así, estos “desastres” suceden más de lo deseado por que la capacidad reguladora es limitada y la capacidad de saltarse las normas, legal, ilegal o alegalmente, ilimitida.
Pero no lo olvidemos, lo que rechazamos como aberrante en el presente, lo protegemos y adoramos cuando es un producto del pasado. Nuestra perspectiva temporal se deforma y el tiempo se comprime de modo que la larga historia de un edificio nos aparece ahora como resultado de una acción (casi) sincrónica. Poco nos importa que nos recuerden la incoherencia (no suelen llamarla así los historiadores demasiado respetuosos con lo antiguo) de los estilos, los caprichos de arquitectos y “promotores” o la aberración que pudo suponer en el pasado un determinado elemento. Al descontextualizar y eliminar la funcionalidad de los edificios históricos los asimilamos a la ciudad genérica y los reconvertimos en un escaparate más del espectáculo urbano. Pasamos de la ciudad con historia, vital aunque contradictoria, a la ciudad inerte.
Pero aún más grave es nuestra negativa a permitir ahora lo que protegemos como resultado del pasado. Al tratar de evitar la yuxtaposición de capas urbanas resultado del crecimiento orgánico y un tanto anárquico de la ciudad contemporánea la condenamos también a convertirse en la falsedad de un escenario perfecto pero inerte. Pero a veces tenemos que acudir a la ciencia ficción para comprender este y otros procesos urbanos. En una interesante entrevista publicada por Geoff Manaugh en BLDGBLOG (Science Fiction and the City: An Interview with Jeff VanderMeer), el escritor Jeff VanderMeer explica como construye ciudades de ficción que resulten creíbles (lo que no logran la mayoría de arquitectos y urbanistas):
BLDGBLOG: How do you achieve – or hope to achieve – believability in an urban setting, giving readers something that (they think) might actually exist?
VanderMeer: As a novelist who is uninterested in replicating “reality” but who is interested in plausibility and verisimilitude, I look for the organizing principles of real cities and for the kinds of bizarre juxtapositions that occur within them. Then I take what I need to be consistent with whatever fantastical city I’m creating. For example, there is a layering effect in many great cities. You don’t just see one style or period of architecture. You might also see planning in one section of a city and utter chaos in another. The lesson behind seeing a modern skyscraper next to a 17th-century cathedral is one that many fabulists do not internalize and, as a result, their settings are too homogenous.
Sólo esto bastaría para explicar por que un especialista en arquitectura debería estar interesado por la ciencia ficción (lo cual no sorprenderá a los lectores habituales de BLDGBLOG):
In light of my own conviction that many of today's most original, historically unencumbered, and frankly exciting architectural ideas are to be found within videogames, films, and science fiction novels, I decided to talk to VanderMeer about his own inventive and novelistic use of the built environment. From his fungal city of Ambergris to the uniquely dark, medicalized underworld of Veniss, VanderMeer's vision is architectural in the broadest – and best – sense.
In the following interview we discuss English cathedrals, "fungal technologies" and architectural infections, the Sydney opera house, Vladimir Nabokov, "The Library of Babel," Monsanto, giant squids and geological deposits, nighttime walks through Prague, and even urban security after the attacks of 9/11.
Y no me resisto a dejar aquí otra reflexión de VanderMeer que no suele ser considerada en la arquitectura real. “Lo construido” se observa pero también se toca, y las texturas de los ambientes urbanos explican de un modo casi imperceptible por que en ocasiones la belleza en la distancia (estética inútil para los usuarios) se convierte en fealdad en la proximidad. Por suerte en muchas ocasiones asistimos al proceso inverso y lo considerado feo puede crear en la cercanía una sensación de bienestar:
BLDGBLOG: To start with the most general question first: if architects, urban planners, and even film makers all look for something in a city – a certain quality to the space, a light, a texture, a density – what do you, as a novelist, look for?
Jeff VanderMeer: Every time I go to a new place, obviously it’s an inspiration of some kind – even if it’s the most awful place in the universe. Like, say, Blackpool, England. I think that when I go to a city I actually do look at texture, because texture is very important in the way I layer my writing. When I go to a city – it’s pretty basic: I literally start on the micro-level. I actually run my hand down the wall to get a sense of what things are like. [laughs] A great example, I think, is when we were in Sydney, and you see the opera house from afar and it’s kind of like this fairy tale creation – it looks so light – but then you get up close and it’s basically just a 1970s piece of concrete, with a very rough and kind of forbidding texture. It’s not what it appears from afar; it’s very much an illusion.