La impresión existente es que, si bien la decisión de invadir Irak y derrocar a Sadam es aún materia de debate, la mala gestión estadounidense de la situación tras la invasión no lo es. Hasta los partidarios más recalcitrantes de Bush reconocen que “se cometieron errores” y que, por ejemplo, el desmantelamiento del Ejército iraquí o el proceso de desbaazificación (dos medidas por las que Bremer abogó enérgicamente) fueron malas ideas. No obstante, en esta generalizada interpretación está muchas veces implícita una cierta comprensión complaciente, incluso cierta justificación, de esos errores cometidos por Estados Unidos. Al fin y al cabo, dicen, era una situación difícil; las divisiones étnicas, los odios sectarios, los decenios de opresión y decadencia bajo el poder de Sadam, los fanáticos suicidas y otros obstáculos se combinaron para dificultar el éxito de la audaz iniciativa estadounidense. Después de leer el libro es imposible ser tan comprensivo.
Esa es una de las conclusiones de un reciente artículo de Moises Naim, director de Foreign Policy, publicado en en El País el sábado 30 de Septiembre, ¿Qué pasó en la 'zona verde'? (disponible en Almedrón en abierto). El libro al que se refiere es Imperial Life in the Emerald City: Inside Iraq's Green Zone (Alfred A. Knopf, Nueva York, 2006), de Rajiv Chandrasekaran, director adjunto de The Washington Post y jefe durante un tiempo de la delegación del periódico en Bagdad.
El libro constituye un relato sumamente detallado del goberno estadounidense en Irak, la APC (Autoridad Provisional de la Coalición), alojado (y aislado) en el Palacio Republicano de Saddam (“la zona verde” o “ciudad esmeralda”) que se convirtió en su cuartel general. El propio Chandrasekaran publica un resumen de su libro en forma de artículo (¿Quién mató a Irak?) en el número de Octubre-Noviembre de 2006 de Foreign Policy Edición Española. En el artículo se explican algunos de los casos que muestran la mezcla de incompetencia y soberbia que caracterizaron la estrategia de posguerra en Irak. Un patrón claro, y sorprendente, emerge de esta colección de casos: la APC integrada por civiles de la línea “dura” del gobierno norteamericano aplicaron un modelo de gobierno “top down” absolutamente intervencionista, sin conocer, ni interesarse, por la situación local. Por el contrario, los militares norteamericanos, después de múltiples experiencias en operaciones similares en otros países (incluyendo varios fracasos), optaban por una aproximación más liberal, de tipo “bottom up” y basada en el fortalecimiento de las capacidades de la población iraquí para que ellos mismos pudiesen organizarse y tomar sus decisiones. Los militares “perdieron” esta batalla interna al no contar con el respaldo político, y como resultado la APC pudo imponer su modelo con las consecuencias ya conocidas:
La idea general de la APC sobre el Gobierno y la reconstrucción en la posguerra consistía en detenerse en minucias desde sus despachos situados a cientos de kilómetros de distancia. Los asesores de Bremer en materia de educación examinaron los libros de texto, frase por frase, para decidir lo que era preciso expurgar. Su equipo de salud estudió todos y cada uno de los medicamentos con receta empleados por el Ministerio de Sanidad iraquí. Varios abogados redactaron un nuevo código de circulación y revisaron las leyes sobre todos los aspectos, desde las patentes hasta el diseño industrial. Los jefes militares, en general, no eran partidarios de un control tan detallado. Querían encontrar iraquíes con cualidades de líderes, capacitarlos y dejar en sus manos la tarea de dirigir el país. Las decisiones sobre libros de texto, códigos de la circulación y patentes debían tomarlas los iraquíes. La tesis militar no era perfecta. Irak tenía una infraestructura decrépita. Era difícil, si no imposible, dar con dirigentes locales que no fueran corruptos o considerados por la población como ilegítimos. No obstante, había cierta lógica en el deseo de los militares de no inmiscuirse en asuntos que los ciudadanos podían resolver por sí solos. Pero cuando los oficiales exponían sus argumentos en el Palacio Republicano, el personal de la APC solía recibirlos como unos quejicas que lo que estaban deseando era irse a casa en lugar de construir una democracia modelo.
Volviendo al artículo de Moises Naim, la absoluta certeza ideológica y la ausencia (o falta de percepción) de mecanismos de rendición de cuentas por la APC fueron otros de los ingredientes de este fracaso:
¿Qué fue lo que provocó el colapso generalizado del sentido común que tanto perjudicó a la apuesta de Estados Unidos en Irak? Ésa es la desconcertante pregunta que tácitamente, página a página, obliga a hacerse al lector. El pragmatismo y el sentido práctico de los estadounidenses a la hora de resolver problemas son legendarios. Sin embargo, Chandrasekaran muestra que en Irak prevalecieron una tremenda incompetencia, planes claramente impracticables, expectativas ingenuas y una enorme arrogancia alimentada por una aún mayor ignorancia. El libro documenta de modo metódico la absoluta falta de sentido común que dominó el diseño de las políticas destinadas a influir en la endemoniada política iraquí y a reconstruir la red eléctrica, privatizar la economía, organizar el sector petrolífero, contratar personal y devolver cierto grado de normalidad a las vidas de los iraquíes.
¿Por qué? ¿Qué ocurrió? Chandrasekaran no intenta responder. Pero su libro, indispensable, da pistas muy convincentes sobre las posibles respuestas. A la CPA le perjudicó tener demasiado poder político, demasiado dinero y unas rígidas certezas ideológicas combinadas con la suposición que la situación de emergencia y la protección política no haría necesaria la rendición de cuentas. Ésos son los factores que permitieron que proliferaran la incompetencia, el sectarismo, el clientelismo, el nepotismo y la corrupción. Y estas heridas autoinfligidas explican, en gran parte, los fracasos de la aventura de Estados Unidos en Irak.