El debate entre copia, ¿legítima?, y plagio, ¿ilegítimo?, es un debate aburrido e inútil, propio de una concepción jerárquica de la cultura donde se lucha, en realidad, por apropiarse de la autoridad para decidir que es o no es correcto. Cada nuevo (aparente?) escándalo demuestra lo difuso del límite y lo arbitrario e interesado de la postura de muchos de los opinadores. La transparencia radical (como propone de Chris Anderson) desarma el conflicto y hace explícita la realidad de la creación de conocimiento: siempre se basa en el trabajo de otros, ya sea como inspiración, ya sea como piezas para armar nuevas obras. Los raperos ya lo han entendido y lo practican. Ahora parece que algunos escritores empiezan a descubrirlo, aunque sólo sea para obtener cierta publicidad. El autor teatral Jerónimo López Mozo practica en ABCD una transparencia radical a posteriori declarando Confieso que he plagiado:
Cada vez son más frecuentes las denuncias por plagio y, en no pocos casos, los acusados son reincidentes. Siempre se ha creído que esa práctica perseguía apropiarse de las ideas de los demás por comodidad o por suplir las carencias propias. Cuando el plagio es descubierto, su autor suele culpar al ordenador, como si ese aparato tuviera vida autónoma. Otros optan por declararse devotos de la intertextualidad y lo más que están dispuestos a admitir es que, tal vez, debieron entrecomillar los textos tomados prestados.
Pero hay quienes apuntan que algunos plagiadores lo son deliberadamente y que hacen todo lo posible para que su condición de tales salga a luz, pues el escándalo que se produce anima las ventas del libro y propicia la presencia del infractor en programas de radio y televisión. A mí, que me he pasado toda mi vida plagiando, me producía rabia que nadie lo descubriera y lo proclamara a los cuatro vientos, pues es probable que, por la vía del escándalo, mi suerte hubiera sido otra en lo que a fama se refiere.
Como no hay mal que cien años dure, al fin alguien se ha percatado de mi debilidad por apropiarme de escrituras ajenas. Ha sido John P. Gabriele, profesor de español en el College de Wooster, en Estados Unidos, y autor de numerosos ensayos sobre nuestro teatro. En un escueto correo electrónico, me ha dicho:
«Dígame si tengo razón. En la página 68 de su drama Combate de ciegos hay un texto que pertenece al capítulo X de El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco. ¿Sí?». «¡Sí! ¡Albricias!», le he respondido, sin preguntarle cómo diablos ha sido capaz de hallar en una novela decimonónica las nueve líneas que he robado.
Tampoco él se ha interesado por los motivos de mi júbilo. En todo caso, ojalá cundiera su ejemplo. Ahora me siento más animado, aunque lamento que mi condición de plagiador se haya descubierto tarde y sin la más mínima publicidad, tan conveniente en mi caso. Pero estoy dispuesto a recuperar el tiempo perdido. Por ello, aprovecho estas líneas para ofrecer mi colaboración a quienes, amigos o enemigos, tanto da, estén dispuestos a bucear en mi teatro para encontrar las ideas, palabras y frases que he sustraído a otros. Para empezar, doy algunas pistas. Busquen en Discurso en la plaza de la Concordia, de Aub; Las tiendas de color canela, de Schulz; y Roberta esta noche, de Klossowski. Hay muchas más, de modo que el trabajo no será difícil. Lo que se dice, un caramelo.