Galicia es la tierra legendaria donde propios y extraños sitúan idílicos paisajes naturales. Lástima que, en buena parte, estos escenarios hayan dejado de existir hace décadas. Paradójicamente, los mismos que se recrean en la utopía naturalista y ruralista se lamentan, al tiempo, de la destrucción insoportable a que el hombre ha sometido a la naturaleza y el rural gallego.
Existen otras formas de entender el paisaje. La naturaleza gallega hace siglos que dejó de existir como espacio inalterado y “salvaje”. Lo que ahora encontramos es el resultado de múltiples heridas aún abiertas por la acción humana. Algunas las consideramos bellas, otras no; utilizando, casi siempre, un criterio más próximo a la jardinería que a la ecología. Por su parte las, siempre, pequeñas ciudades y villas gallegas, ciudades rurales o rural urbanizado, muestran en sus centros la historia de los necesarios cambios y remezcla de usos y de la reconfiguración y recombinación de estructuras. Además estos paisajes pueden leerse, si nos detenemos en los detalles más sutiles, como el campo de batalla entre usuarios y regulaciones que nunca consiguen su objetivo pero marcan radical e impredeciblemente la historia.
Hace un tiempo descubría un paisaje extraño, Paisajes apocalípticos para un Nollywood gallego, postergado habitualmente a la categoría de los condenados a la destrucción y/o ocultación, y proponía nuevas oportunidades, cinematográficas en este caso, siempre que aplicásemos una visión diferente, menos estética y más narrativa.
El centro de Corcubión o la mezcla del campanario de la iglesia de Pastoriza con las chimeneas de una refinería, nos proporcionan otros ejemplos: