Elvira Lindo ha escrito en El País una excelente historia del metro de Nueva York, La esencia de la Gran Manzana. A través del metro nos explica la historia de la ciudad en el último siglo; no la historia de los edificios ni la de las infraestructuras; pero si la historia más importante: la de la gente, sus relaciones, miedos y logros.
Como no podía ser de otro modo hablando de Nueva York y de vida urbana, Elvira Lindo recuerda a Jane Jacobs (una referencia esencial cuando se trata de pensar y actuar sobre la vitalidad urbana) y la traslada, 40 años después, desde las aceras a los subterráneos. Si en el siglo XX, las aceras eran los espacios públicos donde densidad y diversidad daban lugar a redes sociales dinámicas, en el siglo XXI el metro aumenta la densidad y diversidad locales al tiempo que supone un espacio público fascinante en si mismo:
Dado el continuo aluvión de viajeros que entran y salen de los vagones, se puede decir que el metro de Nueva York es un lugar seguro; es precisamente la presencia de la gente la que hace difícil que uno se encuentre en una situación arriesgada. Sobre estos asuntos escribió una mujer llamada Jane Jacobs un ensayo imprescindible en defensa de la vida ciudadana a principios de los sesenta. Curiosamente, no era una experta en urbanismo, ni arquitecta, ni ingeniera, ni política. Jane Jacobs fue una activista, vecina del Village, que se dedicó a observar la vida urbana. Y cómo lo hizo. La visión de Jacobs fue tan perspicaz que su libro, Vida y muerte de las grandes ciudades americanas, se convirtió de inmediato en la más poderosa respuesta intelectual a la tendencia de los grandes arquitectos a detestar la vida peatonal. Ellos habían fijado la fecha de caducidad de la vida de los barrios del centro a favor de espacios completamente acotados: el de ocio, el de trabajo y la vivienda. Jacobs despertó muchas conciencias; hay quien dice que el libro causó tal impacto que salvó en gran parte al Village de la garra de los especuladores. Los ciudadanos se movilizaron para defender la vida de las calles pequeñas, su esencia. Este libro, casi un manifiesto en contra de la segregación, se publicó en 1961, pero su mensaje se actualiza cada vez que en una ciudad se construye un barrio con el único objetivo de enriquecer a sus promotores, sin tener en cuenta la necesidad de relación que tendrán sus futuros habitantes. El texto de Jacobs habla de las aceras, pero sus conclusiones son extrapolables a la vida subterránea. El metro sirve porque es seguro; el metro enlaza unas realidades sociales con otras, es un arma contra el aislamiento; el metro permite vivir sin la esclavitud del coche, que ha destrozado ciudades como Miami o Los Ángeles. Su habitabilidad va pareja a la de las calles que tiene encima. Cuando en los años setenta y ochenta Nueva York era una ciudad a punto de tirar la toalla por el altísimo nivel de peligrosidad, el metro acusaba la misma realidad. El cine documentó aquel tiempo en el que todas las paredes de los vagones estaban inundadas de graffitis. Es el metro de la persecución de French Connection o la de aquel jovencísimo Travolta viajando de Brooklyn a Manhattan en Fiebre del sábado noche. Hay quien dice que Nueva York ha perdido su sabor, su esencia, que es ahora una especie de Venecia turística. Probablemente, los que lo dicen no han vivido nunca el desasosiego de la inseguridad. Sentir nostalgia de aquel metro inquietante es un tópico que suelta con relativa frecuencia ese tipo de gente relacionada con la cultura que suelta lugares comunes ignorando que lo son.