La estabilidad y el arraigo han estado posiblemente sobrevalorados por mucho tiempo. Pertenecer a una comunidad con fuertes vínculos, ya fuese por ejemplo la familia, la empresa o la iglesia, nos proporcionaba la deseada seguridad y tranquilidad que permitía desarrollar nuestras vidas. Un trabajo estable, con una carrera profesional previsible y tranquila, era el complemento imprescindible. Para confirmar este punto de vista se ponía de manifiesto lo odiosos e indignantes que resultan la precariedad y el desarraigo forzados. Personas que deben emigrar o exiliarse por razones económicas o políticas. Trabajadores obligados a aceptar condiciones laborales extremas por la falta de alternativas o reglas injustas. Estas situaciones se situaron en el imaginario colectivo como los únicos escenarios donde se generaba desarraigo o precariedad, y muchas veces ambos al tiempo.
Pero en realidad, en las últimas décadas del pasado siglo ha surgido un grupo creciente de gente que ha elegido la precariedad y/o el desarraigo como estrategias básicas de su vida. No son estos emigrantes económicos, exiliados ni trabajadores sobre-explotados. Bien al contrario, suelen ser ciudadanos de países desarrollados y con niveles de formación y cualificaciones profesionales elevadas. Son personas que no soportan por más tiempo la vigilancia continua y la coerción que implica vivir en comunidades pequeñas y con vínculos fuertes. Y deciden escapar, buscan nuevos territorios, y en especial grandes ciudades, donde son desconocidos y sus modos de vida son respetados aunque solo sea porque son invisibles para una enorme multitud poco interesada en su vida. Son profesionales que huyen de la rutina de un trabajo por cuenta ajena, de las arbitrariedades de los jefes, de las jerarquías de las grandes organizaciones. Y deciden abandonar una carrera segura y previsible por la aventura de los proyectos personales, sean estos sus propias empresas o la absoluta independencia profesional.
En tiempos de bienestar, de oportunidades económicas, quizás esta opción personal por la precarización y el desarraigo no tenga demasiados costes, más allá de los psicológicos. El mercado y el estado proporcionan suficientes oportunidades y recursos como para que estos nuevos modos de vida sean, paradójicamente, poco arriesgados. Pero cuando llega una crisis como la actual, emergen otras consecuencias de estas estrategias de vida que hasta el momento eran poco perceptibles. La precariedad convierte a estas personas en prescindibles por el escaso coste que supone su expulsión del sistema. Y el desarraigo supone la desconexión de los vínculos personales con las comunidades que podran servir de soporte en las fases adversas de la vida. Sin embargo, regresar a la estabilidad y el arraigo tradicionales no son ya una opción. En grn parte estas comunidades están desapareciendo por el cambio en los modos de vida, o sufren la crisis con tanta intensidad como aquellos que ya las abandonaron y, por tanto, son incapaces de proporcionar el apoyo que aportaban antes. El estado está demasiado ocupado con justificar su propia existencia y evitar su bancarrota absoluta como para preocuparse de los precarizados, y en especial de aquellos que lo decidieron voluntariamente. Y la crisis del "mercado", la desaparición de las oportunidades que generan las empresas, es lo que define una crisis.
Puede que este escenario hasta cierto punto inédito, en que precarizados y desarraigados voluntarios no pueden ni desean regresar a los referentes clásicos de estabilidad y arraigo, obligue a explorar nuevas formas de apoyo y soporte colectivo. De hecho, algo así está ya sucediendo. Sin embargo la propia sutileza y novedad del proceso lo hace en gran medida invisible a los observadores convencionales, más habituados a medir indicadores bien definidos y establecidos. Nacen redes que mezclan la amistad y el trabajo, lo emocional y lo profesional. Surgen nuevos espacios físicos y digitales donde las personas se organizan de manera informal para desarrollar proyectos colectivos y proporcionarse soporte mutuo. Estas nuevas redes y espacios no se rigen por las reglas del estado ni por las del mercado; son formas de relación, organización y gobernanza diferentes, que desde la autonomía se relacionan con estado y mercado. Son nuevas formas de un viejo concepto, el procomún, llevado ahora a las estrategias de vida. Quizás sean el espacio intermedio que permita vivir las ventajas de la precarización y el desarraigo limitando sus peligros y costes. Estas nuevas redes y espacios se construyen sobre conceptos que hasta ahora se consideraban en el mejor de los casos tangenciales y de escasa relevancia como emociones, amistad, hospitalidad o reciprocidad que permiten construir una economía del don.